miércoles, 25 de agosto de 2010

Al final de la luz

Me gusta recordar ese momento en que te volví a encontrar. ¿Lo recuerdas? ¿Quieres que te lo cuente otra vez…?
El blanco resplandor del desierto helado, cubierto de nieve en su plenitud, me lastimaba los ojos y me cegaba por breves momentos. Demasiada claridad.
A su vez, el viento gélido me golpeaba la cara con violencia, como si se tratase de la fiera garra de algún salvaje animal. Todo conspiraba contra mí.
Cubierto con mi pesada capa trataba de seguir adelante, en la medida de mis posibilidades, para llegar hasta ti, para poder rescatarte.
Hacía siglos que te había perdido, y rumiando mi dolor te había buscado en la oscuridad de infinitas noches, llenas de hastío y soledad.
Los cuentos de viejos peregrinos me habían traído hasta este ignoto y alejado lugar en el polo norte, pero por todo lo visto hasta este momento, ellos eran ciertos.
Había encontrado en la abandonada iglesia del pueblo, el cuadro pintado con tu imagen, escondido en un sótano lúgubre y lleno de ratas. Apartado de los ojos de la especie humana, para que no seas vista en todo tu esplendor, cuando comandabas legiones de demonios y los mortales caían a tus pies.
Luego seguí y pasé por el estrecho de las voces, donde antiguos pobladores levantaron una cruz negra de piedra a modo de advertencia, y de la cual tuve que apartarme y rodearla a una gran distancia, lo que me hizo perder mucho más tiempo para hallarte. Pero el último hallazgo, el que me indicó donde estaba tu tumba, lo encontré en la cueva de los lamentos, donde alguien había tallado en piedra parte de tu historia, y de como te habían atrapado.
Allí estaba el mapa, señalando el lugar exacto donde descansabas presa del infortunio de la tumba. Enterrada. Muerta. Pero yo te rescataría. A pesar de que nos habíamos separado en malos términos todavía te amaba. Y eso era lo que importaba.
Una vez habías sido mi reina, y lo serías una vez más. Ya faltaba poco, cada vez menos...
Muy pronto divisé la formación rocosa en forma de pirámide de la que hablaban las escrituras.
Me apuré, corrí, volé hacia ella según me lo permitía el viento. Me aferré a sus piedras y las saqué una por una arrojándolas a un costado, dejando parte de mi piel y mi carne en ellas, hasta que mis dedos magullados rasgaron una oscura madera y comprendí que se trataba de tu glorioso ataúd. Te había hallado.
Saqué las que quedaban y me tomé unos segundos para abrirlo. Por un instante una sombra de duda se había apoderado de mi mente. ¿Estarías allí? ¿No sería todo una mentira?
Un nuevo ramalazo de viento me hizo decidir. Puse toda mi fuerza sobrehumana sobre la puerta y la abrí. Te vi…
Estabas muda y gris. Carne seca, muerta, sin sangre. Breves pellejos sobre los blancos huesos, y largos cabellos negros perdiéndose en la oscuridad de la urna que te contenía. La estaca de madera dura sobresalía en medio de tu blanco pecho.
Con un grito ahogado agarré la estaca por su extremo y la arranqué. Luego mordí las venas de mi mano derecha y dejé fluir mi sangre longeva, dejándola caer en tu boca y en tu corazón. Y el milagro oscuro apareció.
Lentamente la carne volvió a aparecer sobre tu cuerpo, sobre tu cara, sobre tu frente. Tus senos turgentes volvieron a levantarse, y tus labios rojos volvieron a brillar, y luego con un grueso y ronco estertor, tu cuerpo se alzó y vomitaste un líquido negro y espeso que derritió la nieve a nuestro alrededor.
Entonces volviste, pude traerte y alzarte, y hacer que tus ojos me miraran de nuevo, y te dije:
-Ahora puedo pedirte que rías y bailes junto a mí. Levanta tus manos y deja que las viejas notas del armonio suenen en nuestros oídos, para que el mundo sea nuestro otra vez. Vuelve a soñar y a prometerme que nunca más me dejarás, si no hay tumba ni pecado que nos pueda separar.
Y habiendo dicho esto, nos besamos y nos prometimos que nunca más nos dejaríamos, y que nos vengaríamos de aquellos que quisieron separarnos.
Por siempre los dos, solos los dos.
Hasta el fin de nuestros días, reiremos y pisaremos con deleite los huesos de los necios. Porque al final de la luz, vive la oscuridad, y ese es nuestro lúgubre lugar…


Al final de la luz (publicado en Sin equipaje, Ed. Dunken 2007)

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