La aldea se preparaba para la Noche de
Halloween, y Abel mucho más. El aire de octubre olía a hojas muertas y a
promesas rotas. Él caminó descalzo por el huerto abandonado, donde las
calabazas crecían torcidas, húmedas aún por el rocío de los que se habían ido.
Cada una tenía una forma distinta de sonrisa, y todas lo miraban.
El sol se escondía detrás de los árboles grises,
y la luz parecía una herida. Abel se inclinó sobre una de las calabazas; sintió
su pulso débil, su respiración vegetal. Cuando la cortó, la carne exhaló un
gemido.
—¿Por qué sonríes así?
—preguntó.
La calabaza abrió sus grietas naranjas y la
voz salió, tibia, con un temblor de nostalgia.
—Porque sé a quién esperas esta noche.
Entonces, volvió a él ese recuerdo: los ojos
en el espejo empañado, la figura que se asomaba cada 31 de octubre, cuando las
almas volvían para buscar la piel que alguna vez amaron.
Abel llevó la calabaza a su habitación. La
colocó sobre la mesa y encendió una vela en su interior. La llama vaciló, luego
ardió con un resplandor profundo, casi humano. Afuera, el viento movía los
velos del jardín y el río reflejaba un rostro que no era el suyo.
A medianoche, cuando el pueblo dormía, la
puerta se abrió sin ruido. La visitante entró cubierta de polvo y luna. No
tenía sombra. Se inclinó sobre él, sus labios olían a humo y a tierra. Sus ojos
brillaban. Su pelo era una maraña.
Cuando amaneció, el huerto estaba vacío.
Solo las calabazas permanecían, todas sonriendo.
¿Sabes por qué? Porque ellas sonríen, cuando saben
demasiado o se despiden de alguien que pasó al otro lado…


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